La venganza de los libros
Jorge Moch
tumbaburros@yahoo.com
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Para Ana María Jaramillo, Toño Malpica, Gerson Gómez y Armando Alanís
Los libros, y eso es algo que los escritores sabemos, lamentamos todos los días, mascullamos a cada rato, tienen perdida contra la televisión la eterna batalla por el afecto del hombre. Aquella, ya vieja –aunque nunca tan vieja ni sabia como los libros, pero sabedora de cómo pueden enajenar al escéptico las turgencias de la imagen y el sonido– astuta y mañosa, creadora y artífice de pociones publicitarias y argucias de la psique que a menudo involucran oscuros rinconcillos del alma humana como, por ejemplo, la concupiscencia en los lujuriosos, el hambre de sangre en los violentos o la pura evasión de la realidad en los de carácter frágil, enamora al respetable con esas pócimas de artificio espectacular y seducción hipnótica como si fuera, ella sola, verdadera, profetizada babilónica meretriz experta en eso de embaucar. Y el hombre invariablemente cae en su red. Acá en México la red es de ojo estrecho, de arrastre, de ésas que no dejan casi nada fuera de su redil maldito.
Mientras el libro languidece en los estantes con el cuentagotas actualizado de dos punto siete libros leídos por mexicano, o algo así, la televisión se atiborra con una cucharada media de cuatro a seis horas diarias en promedio de televisión para cada quien. Si nos fijamos en la porción femenina, ésta crece a tamaño sopero, porque las telenovelas siguen siendo las reinas del hogar. Si volteamos a ver la cucharilla de los niños nos vamos de espaldas en un perol: contando los fines de semana, los escuincles se atiborran hasta cuarenta hebdomadarias horas de caricaturas, telenovelas, series policíacas (aunque no sean para niños), partidos de fut, programas de concursos, algunos noticieros faranduleros y cutres con que aprender a chismorrear estupideces, las telenovelas que atrapan a sus madres y abuelas y nanas, y hasta noticieros de los otros, de los que llevan el recuento diario de los descabezamientos y los tiros de gracia en las calles de esta pacífica nación en que nada pasa y si pasa, pasa pronto.
Pero desde hace unos años, en apartados rincones, disociados hasta ahora, inconexos hasta ahora, los libros, esos eternos insurrectos, se han vuelto levantiscos, van alistando armas, levantando ámpula, suponiendo una nota incómoda para el monopolio de la poca inteligencia colectiva que la pantalla chica cree tener del todo dominado. Los libros tienen ferias. Y se llenan.
Allí de agosto, de septiembre y hacia fin de cada año, con inusitadas erupciones en abril o mayo, como sucede en Oaxaca, han ido perfilándose esas ferias de libros que ya, para hoy, suponen una especie de circuito venturoso, un espacio sí, nunca tan multitudinario como el del público de la televisión, pero donde afortunadamente vemos gente, a mucha gente interesada en levantar el culito del sofá de su casa y olvidarse del control remoto para ir a ver libros. A ver, en principio, porque ir a comprar libros está penalizado, es anatema financiero para muchas familias, cuando supone dejar de comprar frijoles para sumar páginas a la casi siempre anémica, muy anémica biblioteca familiar. Pero la intención es lo que cuenta y, por lo pronto, allá en un horizonte de utópica felicidad, está también la intención de un día redescubrir las delicias de la lectura para sumergirse, muchos de ésos que por ahora sólo miran y suspiran y luego vuelven a desparramarse en un sillón para prender la tele, en la proverbial lectura de un cuento de Arreola, de un poema de Gutiérrez Vega, de una novela de Mendoza, de cualquiera de los magníficos, nutritivos libros de cualquiera de los prolíficos escritores mexicanos, latinoamericanos o españoles, o en cualquier traducción de cualquier autor de tantos, tantísimos que iluminan la historia y el mundo con su sapiencia, su socarronería, su cariño o su simple, antiséptica mala leche.
En Oaxaca, Jalapa, Los Mochis, Puebla, Monterrey, Ciudad de México, Mérida, Guanajuato y otras ciudades mexicanas se han ido institucionalizando esas ferias y festivales que, para culminar el cierre de año con la descomunal Feria Internacional del Libro de Guadalajara, suponen afortunada trompada a la estupidez, sobre todo a la que representa la televisión mexicana. Y no queda sino desear con todo el corazón que esas ferias, esas semanas afortunadas se traduzcan de manera impepinable en un descontón, de la escala que sea, al rating por el que tanto suspiran, intonsas y febriles, las dos principales testas del nauseabundo duopolio televisivo que tanto padecemos en este apachurrado país.
Mientras el libro languidece en los estantes con el cuentagotas actualizado de dos punto siete libros leídos por mexicano, o algo así, la televisión se atiborra con una cucharada media de cuatro a seis horas diarias en promedio de televisión para cada quien. Si nos fijamos en la porción femenina, ésta crece a tamaño sopero, porque las telenovelas siguen siendo las reinas del hogar. Si volteamos a ver la cucharilla de los niños nos vamos de espaldas en un perol: contando los fines de semana, los escuincles se atiborran hasta cuarenta hebdomadarias horas de caricaturas, telenovelas, series policíacas (aunque no sean para niños), partidos de fut, programas de concursos, algunos noticieros faranduleros y cutres con que aprender a chismorrear estupideces, las telenovelas que atrapan a sus madres y abuelas y nanas, y hasta noticieros de los otros, de los que llevan el recuento diario de los descabezamientos y los tiros de gracia en las calles de esta pacífica nación en que nada pasa y si pasa, pasa pronto.
Pero desde hace unos años, en apartados rincones, disociados hasta ahora, inconexos hasta ahora, los libros, esos eternos insurrectos, se han vuelto levantiscos, van alistando armas, levantando ámpula, suponiendo una nota incómoda para el monopolio de la poca inteligencia colectiva que la pantalla chica cree tener del todo dominado. Los libros tienen ferias. Y se llenan.
Allí de agosto, de septiembre y hacia fin de cada año, con inusitadas erupciones en abril o mayo, como sucede en Oaxaca, han ido perfilándose esas ferias de libros que ya, para hoy, suponen una especie de circuito venturoso, un espacio sí, nunca tan multitudinario como el del público de la televisión, pero donde afortunadamente vemos gente, a mucha gente interesada en levantar el culito del sofá de su casa y olvidarse del control remoto para ir a ver libros. A ver, en principio, porque ir a comprar libros está penalizado, es anatema financiero para muchas familias, cuando supone dejar de comprar frijoles para sumar páginas a la casi siempre anémica, muy anémica biblioteca familiar. Pero la intención es lo que cuenta y, por lo pronto, allá en un horizonte de utópica felicidad, está también la intención de un día redescubrir las delicias de la lectura para sumergirse, muchos de ésos que por ahora sólo miran y suspiran y luego vuelven a desparramarse en un sillón para prender la tele, en la proverbial lectura de un cuento de Arreola, de un poema de Gutiérrez Vega, de una novela de Mendoza, de cualquiera de los magníficos, nutritivos libros de cualquiera de los prolíficos escritores mexicanos, latinoamericanos o españoles, o en cualquier traducción de cualquier autor de tantos, tantísimos que iluminan la historia y el mundo con su sapiencia, su socarronería, su cariño o su simple, antiséptica mala leche.
En Oaxaca, Jalapa, Los Mochis, Puebla, Monterrey, Ciudad de México, Mérida, Guanajuato y otras ciudades mexicanas se han ido institucionalizando esas ferias y festivales que, para culminar el cierre de año con la descomunal Feria Internacional del Libro de Guadalajara, suponen afortunada trompada a la estupidez, sobre todo a la que representa la televisión mexicana. Y no queda sino desear con todo el corazón que esas ferias, esas semanas afortunadas se traduzcan de manera impepinable en un descontón, de la escala que sea, al rating por el que tanto suspiran, intonsas y febriles, las dos principales testas del nauseabundo duopolio televisivo que tanto padecemos en este apachurrado país.
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