Marina Colassanti
Hubo un tiempo en que la Luna era sólo llena, siempre redonda,
visible, igual. Y en ese tiempo hubo una noche en que, avanzando en el
cielo, ella se vio de repente reflejada allá abajo, en el agua tranquila
de un pozo. Se encontró tan linda, que no importando la distancia, se
quiso ver más de cerca. Y desviándose de su camino, se aproximó, se
recargó en el borde de la oscuridad, se agachó más, hasta que...
¡¡¡Tchibum!!! Sin saber cómo, se cayó al fondo.
La noche se hizo negra como nunca. Callaron los sapos, enmudecieron
los grillos. Prisionera por primera vez, la Luna fue obligada a esperar
la llegada del día.
Y así, presa entre las paredes limosas del pozo, un pastor la
sorprendió cuando llegó a la mañana siguiente para dar de beber a sus
ovejas. Al principio no pudo creerlo. Miró hacia el cielo, buscó entre
las nubes. Solamente brillaba el sol. Volvió a mirar hacia abajo. No
había engaño posible. Redonda y blanca, la Luna parecía una boya en el
agua, como una yema en la clara.
¿Qué hacer para sacarla de ahí? Despacio, cuidando de no atinarle,
el pastor bajó la cubeta. Esperó a que llegara al fondo, después la
balanceó ligeramente y comenzó a jalar la cuerda. Intentaba pescar a la
Luna. Pero la cubeta era pequeña, el asa se atoraba, y la Luna, mojada,
escurría como un pez. Veces y más veces intentó el pastor, sin
resultado. Cuanto más insistía, más nervioso se quedaba. Y entre más
nervios, más difícil se ponía la pesca.
Por fin, desconsolado, se sentó. Alrededor, las ovejas pastaban,
ajenas a su esfuerzo. El sol ya había avanzado mucho. Cuando la tarde
llegase a su fin, no se podría hacer más pero era necesario liberar a la
Luna para que iluminase la noche.
Entonces, como si la hubiese sacado de su bolsa, tuvo la idea más simple.
Rodeó el pozo con los brazos, respiró hondo, y jaló con tanta
fuerza que, de un jalón, consiguió ponerlo boca abajo. Se derramó toda
el agua, oscura como un río. Y en medio del agua, estaba la Luna rodando
por el pasto.
Rodó y rodó hasta que se detuvo frente al hocico de una oveja, que viéndola tan blanca y lisa, la engulló de una sola vez.
En vano el pastor sacudió a la oveja, en vano la levantó de las
patas traseras para obligarla a vomitar a la Luna. Lo que había
engullido, engullido guardó. El pastor no tuvo otro remedio que juntar
su rebaño y volver al redil.
Sin embargo, en la noche, atrancada la puerta, apagado el farol, el
pastor se dio cuenta de que el redil continuaba iluminado. Era la oveja
comelona que brillaba, con la luz de la barriga traspasando piel y
lana.
Ladraba el perro, se agitaban las otras ovejas. Nadie iba a poder
dormir con aquella luz. El pastor agarró a la oveja, se la echó a la
espalda, y se la llevó a otro lugar. Y después de arrojarla a la paja,
regresó, atrancando la puerta del redil finalmente oscuro. Con el
silencio, se dispuso a dormir.
Todos dormían profundamente cuando el lobo, que vagaba en la noche
en busca de comida, pasó cerca de ahí. Notando una luz donde siempre
había visto oscuridad, se aproximó rápidamente. Se agazapó tras un
árbol, se deslizó por atrás de un arbusto y casi se arrastró hasta
encontrar a aquella oveja, más blanca que cualquier otra, que dormía
indefensa. Y de un salto, antes de que pudiese despertarla, la devoró.
Ahora, con la oveja y la Luna en la barriga, era el lobo el que
brillaba. Pero sin saberlo, seguro de que se confundía en la oscuridad,
continuó sus andanzas. Y andando, se aproximó a una aldea.
Más que el aullido, fue la extraña claridad lo que alertó al
cazador. Hacía tiempo que recorría los bosques detrás de ese asesino de
rebaños. He aquí que ahora lo tenía a su alcance. Levantó el fusil. Por
más que se agazapase el enlunado lobo era un blanco fácil. De nada le
sirvieron el tronco de árbol y las ramas de arbusto. Bastó un tiro, y ya
estaba muerto y estirado.
La luminosa piel fue un mejor trofeo de lo que el cazador había
esperado. Pero, en cuanto rasgó la barriga del lobo con su cuchillo, se
apagó la piel. La luna, una vez más, rodó blanca sobre el pasto.
Blanca, redonda y húmeda, fue fácil para el cazador confundirla con
un queso. Y anticipando la alegría de las cuatro hijas que dormían en
casa, la guardó en su morral.
Clareaba la mañana cuando el cazador depositó la Luna sobre la mesa
de la cocina. Hirvió la leche, partió el pan. Las niñas, todavía de
camisola, esperaban. Entonces, él tomó el cuchillo y cortó a la Luna en
cuatro pedazos, de acuerdo con el tamaño y el hambre de cada una. La
mayor ganó el pedazo más grande; el otro fue para la segunda; otra más
chica tomó el tercero y la hija más pequeña, se quedó solamente con una
tajadita delgada.
Se comieron todo. No quedó nada en los platos. Y con sus pedazos de
Luna en la barriga bajo sus camisolas blancas, se fueron a jugar al
lado de la casa.
Aquel día jugaron, volvieron a jugar al día siguiente. No sabían
que la Noche, cansada de la oscuridad, había decidido llevarse de
regreso a la Luna.
Al tercer día, las niñas saltaban la cuerda en el pasto, cuando un
águila blanca fue descendiendo en círculos desde lo alto. Una veloz
bajada, las garras clavadas en la ropa de la mayor, y allá se la lleva
hacia el cielo. Luego, bajó una cigüeña blanca y agitando sus grandes
alas, agarró a la segunda con el pico, subiendo con ella hacia el azul.
Descendió una gaviota blanca para buscar a la tercera. Y una paloma
blanca se llevó cargando a la más chiquita.
El águila voló, voló, voló. La cigüeña voló, voló, voló. Y voló la
gaviota. Y la paloma voló. Hasta que llegaron al gran manto de la noche,
donde, abriendo garras y picos, depositaron a las hermanas.
Allí viven ellas hasta hoy, turnándose para iluminar la oscuridad.
Hay noches en que la mayor se queda despierta, mientras duermen las
otras. Hay noches en que la pequeña está en vigilancia, o la de enmedio.
Y hasta existen noches en que todas duermen abrazadas, y la única luz
visible es la de las estrellas. Pero las noches más bonitas son aquellas
en que las cuatro se quedan despiertas, y como en aquel lejano día,
juegan a la ronda, girando y tomadas de la mano en el cielo. Es cuando,
mirando desde aquí abajo, vemos a la Luna completa, redonda, llena. Como
era antiguamente.