MI LIBRO DE HISTORIA DE MÉXICO
(Fragmento)
Cuando he despertado, después de mi porrazo, lo primero que veo es al capitán Xelhuan en lo más alto de la pirámide mirando hacia el Norte, luego gira la cabeza lentamente hacía la izquierda y ahí están el Popocatépetl y la Iztaccihuátl recortados en el horizonte, una suave brisa mueve sus cabellos en dirección opuesta y una capa adornada con grecas acaricia los hombros del guerrero. A lo lejos se contempla el valle donde la gente se ocupa en actividades agrícolas. Recuerda cómo llegó hasta ahí hace muchísimos años acompañado de sus hermanos gigantes, luego empezaron a construir la gran ciudad: Cholollan. Ahora los mensajeros le han traído malas noticias. Los hombres blancos y barbados que habían llegado a la costa se han aliado con sus acérrimos rivales: los tlaxcaltecas. Aunque él es amigo de los poderosos aztecas y se siente protegido por ellos, tiene un presentimiento. Cae la tarde y su gente desde los calpullis se acerca al templo a una ceremonia religiosa. También ve cómo llegan de Cuauhtlanzingo, pueblo cercano, los niños que siempre juegan con su hijo de diez años. Ellos se muestran entusiasmados con el juego de pelota aunque son poco diestros, prefieren pegarle con el pie en lugar de golpearla con la cadera, no obstante, su hijo disfruta al jugar con ellos. De pronto el viento cesó. Los trinos de los pájaros dejaron de escucharse. Se puso alerta. Tensó sus músculos. Entonces se percata de la presencia de una tropa, da la alarma, pero su voz se pierde porque en ese instante gritos de combate rompen el silencio. Los extranjeros han cerrado las salidas. Armas de relámpagos y truenos son accionadas, las espadas y cuchillos hieren a los guerreros quienes tomados por sorpresa no tienen sus arcos, flechas, lanzas o mazos. Algunos tratan de defenderse con piedras que desprenden del templo sagrado, esfuerzos inútiles, porque son asesinados en medio de una gran confusión. Es tan espantosa la carnicería, que hasta el Popocatépetl clama a los dioses por sus armas para defender a sus hermanos cholultecas. El capitán Xelhuan baja velozmente, sus pies parecen no tocar los angostos escalones de la pirámide, de un salto derriba a cinco malvados que pasan a cuchillo a mujeres y niños, y blandiendo un macuahuitl —palo con puntas de filosa obsidiana a los lados— combate como un tigre. La lucha es desigual.
Finalmente, cuando el héroe es atravesado por una espada, el cielo del atardecer se tiñe de rojo; derribado contra el muro siente acercarse la muerte, y desde ahí alcanza a ver que su hijo corre por un sendero entre grandes maizales, acompañado por sus amigos de Cuauhtlanzingo, y ruega a sus dioses Quetzalcoátl, la serpiente emplumada, y Ehécatl, dios del viento, que los protejan. Fue lo último que pudo hacer. La oscuridad de la noche ocultó la infamia y se metió en sus ojos.
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