Después de ver el cortometraje se invita a los alumnos a leer el relato de Benedetti
Mario Benedetti
(Paso de los Toros,
Departamento de Tacuarembó,
Uruguay, 14 de septiembre
del 1920)
Los pocillos
(Montevideanos, 1959)
Los pocillos eran seis: dos rojos, dos
negros, dos verdes, y además importados, irrompibles, modernos. Habían llegado
como regalo de Enriqueta, en el último cumpleaños de Mariana, y desde ese día
el comentario de cajón había sido que podía combinarse la taza de un color con
el platillo de otro.
“Negro con rojo queda fenomenal”, había
sido el consejo estético de Enriqueta.
Pero Mariana, en un discreto rasgo de
independencia, había decidido que cada pocillo sería usado con su plato del
mismo color.
“El café ya está pronto. ¿Lo sirvo?”,
preguntó Mariana.
La voz se dirigía al marido, pero los
ojos estaban fijos en el cuñado. Este parpadeó y no dijo nada, pero José
Claudio contestó: “Todavía no. Esperá un ratito. Antes quiero fumar un
cigarrillo.” Ahora sí ella miró a José Claudio y pensó, por milésima vez, que
aquellos ojos no parecían de ciego.
La mano de José Claudio empezó a moverse,
tanteando el sofá. “¿Qué buscás?”, preguntó ella. “El encendedor.” “A tu
derecha.” La mano corrigió el rumbo y halló el encendedor. Con ese temblor que
da el continuado afán de búsqueda, el pulgar hizo girar varias veces la
ruedita, pero la llama no apareció. A una distancia ya calculada, la mano
izquierda trataba infructuosamente de registrar la aparición del calor.
Entonces Alberto encendió un fósforo y vino en su ayuda. “¿Por qué no lo
tirás?” dijo, con una sonrisa que, como toda sonrisa para ciegos, impregnaba
también las modulaciones de la voz. “No lo tiro porque le tengo cariño. Es un
regalo de Mariana.”
Ella abrió apenas la boca y recorrió el
labio inferior con la punta de la lengua. Un modo como cualquier otro de
empezar a recordar. Fue en marzo de 1953, cuando él cumplió 35 años y todavía
veía. Habían almorzado en casa de los padres de José Claudio, en Punta Gorda,
habían comido arroz con mejillones, y después se habían ido a caminar por la
playa. El le había pasado un brazo por los hombros y ella se había sentido
protegida, probablemente feliz o algo semejante. Habían regresado al apartamento
y él la había besado lentamente, morosamente, como besaba antes. Habían
inaugurado en encendedor con un cigarrillo que fumaron a medias.
Ahora el encendedor ya no servía. Ella
tenía poca confianza en los conglomerados simbólicos, pero, después de todo,
¿qué servía aún de aquella época?
“Este mes tampoco fuiste al médico”, dijo
Alberto.
“No.”
“¿Querés que te sea sincero?”
“Claro.”
“Me parece una idiotez de tu parte.”
“¿Y para qué voy a ir? ¿Para oirle decir
que tengo una salud de roble, que mi hígado funciona admirablemente, que mi
corazón golpea con el ritmo debido, que mis intestinos son una maravilla? ¿Para
eso querés que vaya? Estoy podrido de mi notable salud sin ojos.”
En la época anterior a la ceguera, José
Claudio nunca había sido un especialista en la exteriorización de sus
emociones, pero Mariana no se ha olvidado de cómo era ese rostro antes de
adquirir esta tensión, este resentimiento. Su matrimonio había tenido buenos
momentos, eso no podía ni quería ocultarlo. Pero cuando estalló el infortunio,
él se había negado a valorar su amparo, a refugiarse en ella. Todo su orgullo
se concentró en un silencio terrible, testarudo, un silencio que seguía siendo
tal, aún cuando se rodeara de palabras. José Claudio había dejado de hablar de
sí.
“De todos modos debería ir”, apoyó
Mariana. “Acordate de lo que siempre te decía Menéndez.”
“Cómo no, que me acuerdo: Para Usted No
Está Todo Perdido. Ah, y otra frase famosa: La Ciencia No Cree En Milagros. Yo
tampoco creo en milagros.”
“¿Y por qué no aferrarte a una esperanza?
Es humano.”
“¿De veras?” Habló por el costado del
cigarrillo.
Se había escondido en sí mismo. Pero
Mariana no estaba hecha para asistir, simplemente para asistir, a un
reconcentrado. Mariana reclamaba otra cosa. Una mujercita para ser exigida con
mucho tacto, eso era. Con todo, había bastante margen para esa exigencia; ella
era dúctil. Toda una calamidad que él no pudiese ver; pero esa no era la peor
desgracia. La peor desgracia era que estuviese dispuesto a evitar, por todos
los medios a su alcance, la ayuda de Mariana. El menospreciaba su protección. Y
Mariana hubiera querido —sinceramente, cariñosamente, piadosamente— protegerlo.
Bueno, eso era antes; ahora no. El cambio
se había operado con lentitud. Primero fue un decaimiento de la ternura. El
cuidado, la atención, el apoyo, que desde el comienzo estuvieron rodeados de un
halo constante de cariño, ahora se habían vuelto mecánicos. Ella seguía siendo
eficiente, de eso no cabía duda, pero no disfrutaba manteniéndose solícita.
Después fue u temor horrible frente a la posibilidad de una discusión
cualquiera. El estaba agresivo, dispuesto siempre a herir, a decir lo más duro,
a establecer su crueldad sin posible retroceso. Era increíble cómo hallaba a
menudo, aún en las ocasiones menos propicias, la injuria refinadamente certera,
la palabra que llegaba hasta el fondo, el comentario que marcaba a fuego. Y
siempre desde lejos, desde muy atrás de su ceguera, como si ésta oficiara de
muro de contención para el incómodo estupor de los otros.
Alberto se levantó del sofá y se acercó
al ventanal.
“Que otoño desgraciado”, dijo, “¿Te
fijaste?” La pregunta era para ella.
“No”, respondió José Claudio. “Fijate vos
por mí.”
Alberto la miró. Durante el silencio, se
sonrieron. Al margen de José Claudio, y sin embargo, a propósito de él. De
pronto Mariana supo que se había puesto linda.
Siempre que miraba a Alberto se ponía
linda. El se lo había dicho por primera vez la noche del 23 de abril del año
pasado, hacía exactamente un año y ocho días: una noche en que José Claudio le
había gritado cosas muy feas, y ella había llorado, desalentada, torpemente
triste, durante horas y horas, es decir, hasta que había encontrado el hombro
de Alberto y se había sentido comprendida y segura. ¿De dónde extraería Alberto
esa capacidad para entender a la gente? Ella estaba con él, o simplemente lo
miraba, y sabía de inmediato que él la estaba sacando del apuro. “Gracias”,
había dicho entonces. Y todavía ahora la palabra llegaba a sus labios
directamente desde su corazón, sin razonamientos intermediarios, sin usura. Su
amor hacia Alberto había sido en sus comienzos gratitud, pero eso (que ella
veía con toda nitidez) no alcanzaba a depreciarlo. Para ella, querer había sido
siempre un poco agradecer y otro poco provocar la gratitud. A José Claudio, en
los buenos tiempos, le había agradecido que él, tan brillante, tan lúcido, tan
sagaz, se hubiera fijado en ella, tan insignificante. Había fallado en lo otro,
en eso de provocar la gratitud, y había fallado tan luego en la ocasión más
absurdamente favorable, es decir, cuando él parecía necesitarla más.
A Alberto, en cambio, le agradecía el
impulso inicial, la generosidad de ese primer socorro que la había salvado de
su propio caos, y, sobre todo, ayudado a ser fuerte. Por su parte, ella había
provocado su gratitud, claro que sí. Porque Alberto era un alma tranquila, un
respetuoso de su hermano, un fanático del equilibrio, pero también, y en
definitiva, un solitario. Durante años y años, Alberto y ella habían mantenido
una relación superficialmente cariñosa, que se detenía con espontánea
discreción en los umbrales del tuteo y sólo en contadas ocasiones dejaba
entrever una solidaridad algo más profunda. Acaso Alberto envidiara un poco la
aparente felicidad de su hermano, la buena suerte de haber dado con una mujer
que él consideraba encantadora. En realidad, no hacía mucho que Mariana había
obtenido a confesión de que la imperturbable soltería de Alberto se debía a que
toda posible candidata era sometida a una imaginaria y desventajosa
comparación.
“Y ayer estuvo Trelles”, estaba diciendo
José Claudio, “a hacerme la clásica visita adulona que el personal de la fábrica
me consagra una vez por trimestre. Me imagino que lo echarán a la suerte y el
que pierde se embroma y viene a verme.”
“También puede ser que te aprecien”, dijo
Alberto, “que conserven un buen recuerdo del tiempo en que los dirigías, que
realmente estén preocupados por tu salud. No siempre la gente es tan miserable
como te parece de un tiempo a esta parte.”
“Qué bien. Todos los días se aprende algo
nuevo.” La sonrisa fue acompañada de un breve resoplido, destinado a
inscribirse en otro nivel de ironía.
Cuando Mariana había recurrido a Alberto
en busca de protección, de consejo, de cariño, había tenido de inmediato la
certidumbre de que a su vez estaba protegiendo a su protector, de que él se
hallaba tan necesitado de amparo como ella misma, de que allí, todavía tensa de
escrúpulos y quizás de pudor, había una razonable desesperación de la que ella
comenzó a sentirse responsable. Por eso, justamente, había provocado su
gratitud, por no decírselo con todas las letras, por simplemente dejar que él
la envolviera en su ternura acumulada de tanto tiempo atrás, por sólo permitir
que él ajustara a la imprevista realidad aquellas imágenes de ella misma que
había hecho transcurrir, sin hacerse ilusiones, por el desfiladero de sus
melancólicos insomnios. Pero la gratitud pronto fue desbordada. Como si todo
hubiera estado dispuesto para la mutua revelación, como si sólo hubiera faltado
que se miraran a los ojos para confrontar y compensar sus afanes, a los pocos
días lo más importante estuvo dicho y los encuentros furtivos menudearon.
Mariana sintió de pronto que su corazón se había ensanchado y que el mundo era
nada más que eso: Alberto y ella.
“Ahora sí podés calentar el café”, dijo
José Claudio, y Mariana se inclinó sobre la mesita ratona para encender el
mecherito. Por un momento se distrajo contemplando los pocillos. Sólo había
traído tres, uno de cada color. Le gustaba verlos así, formando un triángulo.
Después se echó hacia atrás en el sofá y
su nuca encontró lo que esperaba: la mano cálida de Alberto, ya ahuecada para
recibirla. Qué delicia, Dios mío. La mano empezó a moverse suavemente y los
dedos largos, afilados, se introdujeron por entre el pelo. La primera vez que
Alberto se había animado a hacerlo, Mariana se había sentido terriblemente
inquieta, con los músculos anudados en una dolorosa contracción que le había
impedido disfrutar de la caricia.
Ahora no. Ahora estaba tranquila y podía
disfrutar. Le parecía que la ceguera de José Claudio era una especie de
protección divina.
Sentado frente a ellos, José Claudio respiraba normalmente, casi con
beatitud. Con el tiempo, la caricia de Alberto se había convertido en una
especie de rito y, ahora mismo, Mariana estaba en condiciones de aguardar el
movimiento próximo y previsto. Como todas las tardes, la mano acarició el
pescuezo, rozó apenas la oreja derecha, recorrió lentamente la mejilla y el
mentón. Finalmente se detuvo sobre los labios entreabiertos. Entonces ella,
como todas las tardes, besó silenciosamente aquella palma y cerró por un
instante los ojos. Cuando los abrió, el rostro de José Claudio era el mismo.
Ajeno, reservado, distante. Para ella, sin embargo, ese momento incluía siempre
un poco de temor. Un temor que no tenía razón de ser, ya que en el ejercicio de
esa caricia púdica, riesgosa, insolente, ambos habían llegado a una técnica tan
perfecta como silenciosa.
“No lo dejes hervir”, dijo José Claudio.
La mano de Alberto se retiró y Mariana
volvió a inclinarse sobre la mesita. Retiró el mechero, apagó la llamita con la
tapa de vidrio, llenó los pocillos directamente desde la cafetera.
Todos los días cambiaba la distribución
de los colores. Hoy sería el verde para José Claudio, el negro para Alberto, el
rojo para ella. Tomó el pocillo verde para alcanzárselo a su marido, pero antes
de dejarlo en sus manos, se encontró con la extraña, apretada sonrisa. Se
encontró además, con unas palabras que sonaban más o menos así: “No, querida.
Hoy quiero tomar en el pocillo rojo.”
PREGUNTA:
¿Cómo
crees que se sintió Mariana al escuchar la frase de José Claudio: “No querida.
Hoy quiero tomar en el pocillo rojo”?
Escribe tres pistas de tu
respuesta ya sea que estén en el texto o simplemente porque lo sabes.
PISTAS EN EL TEXTO
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YO LO SE PERO NO ESTÁ EN EL TEXTO
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