EL SUICIDA
(cuento)Enrique Anderson Imbert (Argentina, 1910-2000)
Al pie de la Biblia abierta -donde
estaba señalado en rojo el versículo que lo explicaría todo- alineó las
cartas: a su mujer, al juez, a los amigos. Después bebió el veneno y se
acostó.
Nada. A la hora se levantó y miró el frasco. Sí, era el veneno.
¡Estaba tan seguro! Recargó la dosis y
bebió otro vaso. Se acostó de nuevo. Otra hora. No moría. Entonces
disparó su revólver contra la sien. ¿Qué broma era ésa? Alguien -¿pero
quién, cuándo?- alguien le había cambiado el veneno por agua, las balas
por cartuchos de fogueo. Disparó contra la sien las otras cuatro balas.
Inútil. Cerró la Biblia, recogió las cartas y salió del cuarto en
momentos en que el dueño del hotel, mucamos y curiosos acudían alarmados
por el estruendo de los cinco estampidos.
Al llegar a su casa se encontró con su mujer envenenada y con sus cinco hijos en el suelo, cada uno con un balazo en la sien.
Tomó el cuchillo de la cocina, se
desnudó el vientre y se fue dando cuchilladas. La hoja se hundía en las
carnes blandas y luego salía limpia como del agua. Las carnes recobraban
su lisitud como el agua después que le pescan el pez.
Se derramó nafta en la ropa y los fósforos se apagaban chirriando.
Corrió hacia el balcón y antes de
tirarse pudo ver en la calle el tendal de hombres y mujeres
desangrándose por los vientres acuchillados, entre las llamas de la
ciudad incendiada.
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