Salvador Fraustro Crotte
El Universal
A principios de siglo, el
colombiano permitió que un grupo de periodistas que integraron la
revista Cambio Méxicose asomaran a ciertos episodios de su vida grande
El piano del Bar Siqueiros era el centro de atención. Nos acomodábamos a
su alrededor, queriendo que no callara. Su silencio sería el presagio
del fin, del crudo amanecer.
Una de esas madrugadas, Ángeles Mastretta tomó el micrófono con más
pasión de la acostumbrada. La mirada altiva, la ceja alzada, los pasos
buenos. Todos tarareábamos la canción que ha hecho suya, suyísima, con
una rabia amorosa.
Arráncame la vida, con el último beso de amor
Arráncala, toma mi corazón, arráncame la vida
Y si acaso te hiere el dolor, ha de ser de no verme
Porque al fin tus ojos, me los llevo yo
Hace una década, Gabo cantaba con enjundia, arrugando los ojos, abriendo
los brazos. La flor amarilla en la solapa, la mascada al cuello, el
bigote destilado. Y esos pantalones zancones que no combinaban con su
sonrisa grande.
La canción que pedías, te la vengo a cantar
La llevaba en el alma, la llevaba escondida
Y te la voy a dar
Arráncame la vida...
A un lado, la hermosa Mercedes Barcha sonreía amable, miraba todo. Tenía
esa felicidad calma que ilumina todo. Junto a ellos, Carlos Fuentes,
Silvia Lemus, Jacobo Zabludovsky, Sara Nerubay, Héctor Aguilar Camín,
Magda Rodríguez (dueña del sitio), Manuel Arango, Marie Therese Arango,
Pedro Armendáriz...
A unos metros cantaban los que en ese tiempo cantaban más recio (y más bien), los colombianos Roberto Pombo y Juanita Santos.
Un tanto lejos, algunos periodistas que trabajamos en Cambio México, la
revista que lanzó e impulsó con vehemencia el Nobel de Literatura 1982,
mirábamos y mirábamos el canto feliz de los duques del reino García
Barcha.
El canto devino en baile, vueltas, estirones, hielos derretidos. Gabo
con Mercedes, Gabo con Juanita, Pombo con Mercedes, Mastretta con
Zabludovsky... Ellos danzaban con los ojos impertérritos. La felicidad
estaba de fiesta.
Y de pronto él, con sus pasos cortos, avanzó hacia donde un grupo
discutía del amor, sobre si el amor existe. Un repaso apurado sobre Las
mujeres de Adriano, uno de los libros insignes de Aguilar Camín, había
propiciado el debate, las opiniones acerca de los celos, la mala onda,
la envidia humana. Hasta que llegó él, sigiloso, con un vibrante whisky
en las rocas. Tomó de los hombros a la periodista Mariela Gómez Roquero,
miró a los contertulios, serio, muy serio, y azotó una mano en la mesa.
—El amor existe por decreto, ¡porque lo digo yo! —dijo alzando la tremenda voz.
El silencio arropó el espasmo colectivo, durante cinco, quizá diez
segundos, una eternidad. Luego brindó, nos mostró los dientes, reímos
sueltos. Y se puso a bailar como ave.
El periodista
Todos los lunes, en punto de las 10 de la mañana, García Márquez
aparecía en la redacción de la revista. Corrían los meses de su último
Cambio, en la calle de Chiapas de la colonia Roma, la que dirigió José
Ramón Huerta. La puerta del elevador se abría y ahí estaba él, con esa
sonrisa pelona, mirón, travieso.
Gabo nunca supo que los editores de entonces hacíamos una pre-junta para
no contar temas menores en su presencia. Él llegaba, se acomodaba en la
cabecera de la mesa, escuchaba, hacía muecas, sonreía, observaba y, de
vez en vez, soltaba preguntas, daba instrucciones.
—¿Pero cuál es el cuento? Aquí no publicamos noticias, aquí contamos
historias —solía decir luego de que algún editor se enredara con los
detalles de cierta investigación.
—No hay mejor historia que la que el reportero quiere contar, las que imponemos, siempre quedan mal —decía otras veces.
—Escríbelo como me lo contaste, pero en orden —me comentó en varias ocasiones.
Cuando deliberábamos sobre alguna portada, opinaba: “Hay que exponerlo
con fuerza, con contundencia... Si nos equivocamos, nadie la va
recordar, pero si acertamos, nadie la va olvidar”. Y aparecía en su
rostro aquella sonrisa malvada.
A Gabo le gustaba conocer la vida privada de los políticos. Pasó días
indagando en círculos políticos, periodísticos y empresariales si era
verdad que Marta Sahagún le había dado toloache a Vicente Fox, para
enamorarlo, y una vez, en una fiesta, me dijo que quería que
publicáramos en la revista los hallazgos sobre el tema. Pero lo
reconsideró luego de media hora de darle vueltas al asunto: “Mejor no,
que no quede en el periodismo, que quede en una novela”.
Fox y Marta lo intrigaban especialmente, quería entender sus
motivaciones. La pareja presidencial de principios de siglo y otros
actores políticos de la época le interesaban, quería saber por qué
actuaban como actuaban. Ahí supe que la vena investigadora del novelista
es muy parecida a la del reportero. Él tenía ambas cualidades
extraordinariamente desarrolladas.
Con los políticos
Unos minutos antes de entrevistar a Andrés Manuel López Obrador, Gabo me
dijo que él haría el papel de “policía bueno” y yo actuaría como el
“policía malo”.
—Tú le haces las preguntas fuertes, y cuando se enoje entro yo, a hablar
de poesía, de Carlos Pellicer, del trópico, del gusto que tenemos los
caribeños por la siesta.
Y así fue, el entonces jefe de Gobierno del Distrito Federal habló de
manera fluida durante más de una hora, revelándonos, por ejemplo, cómo
era la naturaleza de su relación con Carlos Slim. El tabasqueño también
contó que gustaba de dormir la siesta y mostró sin freno su cariño por
la familia Pellicer.
En otra ocasión tuve la oportunidad de acompañar a García Márquez al
despacho de Santiago Creel, entonces secretario de Gobernación. A la
reunión acudieron también los periodistas Roberto Pombo y David Aponte.
El panista y el escritor se enfrascaron en una larga conversación sobre
cine, y acerca del apoyo que el gobierno federal debería dar al séptimo
arte. Poco a poco el tenso político se fue “ablandando” y, entonces,
sólo entonces, los demás entramos a la escena. El general tenía su
táctica, y funcionaba.
Varios meses después, durante la fiesta de lanzamiento de la segunda
época de la revista Cambio México, Gabo me asignó la misión de
permanecer en la entrada del salón para recibir a los políticos y
conducirlos a su mesa.
Cerca de la media noche llegó un funcionario que lucía aturdido, y a quien acompañé hasta el escritor.
—Gabo, aquí está Felipe Calderón, secretario de Energía —dije.
—Ah, qué gusto, me han dicho que usted es un hombre con mucha energía —bromeó el colombiano.
El michoacano rió, se miró los zapatos, y no supo o no quiso prolongar
la conversación. “Mucho gusto, mucho gusto”, comentó, y se fue a
conversar con politólogos y editores de revistas de negocios.
Aquella noche Gabo lucía luminoso, con la sonrisa más plena que me tocó
ver en esos años en los que permitió que nos asomáramos a su vida
grande. Con Mercedes a su diestra, como siempre.
Durante la celebración hubo conversaciones sobre la vida, el periodismo,
el amor, la política... Y el escritor más querido del mundo brindaba
enseñando los dientes.
Y es que Gabo era un fiesta.