
¡ESA MI CHELIS!
Araceli Castillo Contreras
Lo vi por primera vez fuera del aula, furioso y apretando los puños frenéticamente para que la ira no se le saliera por los ojos o por la boca. La agresividad se le resbalaba desde los hombros hasta los pies. Cuando pasé junto a él, alzó la cara y sentí su mirada como dos aguijones; en su contra usé un escudo infalible: una sonrisa. Su cara pasó del enojo al desconcierto, sus puños se relajaron y fingió buscar algo en el piso; yo seguí mi camino. Ya tendría oportunidad de volver a verlo. Le daría clases de química.
Cuando llegué al grupo, él estaba en medio de una discusión por un partido mal arbitrado. Todos, al verme, ocuparon sus lugares y los gritos fueron transformándose en apenas unos murmullos. Él ocupó su lugar en lo que parecía la esquina más lejana, y toda su atención se centró en un dibujo con extrañas formas, mientras los demás hacían cálculos de molaridad. Seguía absorto en la tarea que se había impuesto; me acerqué y pude observar su rostro: la piel deshidratada con manchas blancas aquí y allá; su nariz mostraba grietas que hacían evidente el uso de inhalantes; levantó sus ojos enrojecidos, me miró, y con una actitud retadora, dijo:
―No lo hago porque no le entendí.
―Bueno ―le dije― te propongo que dejemos el dibujo de lado y te explico cómo hacerlo.
Un tanto molesto consintió y realizamos los ejercicios juntos. Después de esto se rompió ese hielo, siguieron momentos claros y oscuros. Mis intentos por incorporarlo a la clase algunas veces surtían efecto, como cuando explicó a detalle el funcionamiento de un motor de combustión interna; fue una sorpresa para el grupo. ¡Sí que sabía de motores! Uno de esos días me confió que le gustaría estudiar ingeniería mecánica, y en un tono muy popular en la región, me dijo:
― ¡Esa mi Chelis! ¡Me pasa su clase!